Ilustración: Jaime González |
Así
que sólo la interacción de esa ingente sustancia -apenas calculable por los
poderosos efectos de su atracción en los cuerpos- nos pudo convertir en dos
juguetes atrapados en una misma órbita; uno atrayendo hacia un centro tenebroso
que engullera la luz, y otro entregado a ese encontronazo inevitable cuyas
chispas formarían un aro incandescente para los telescopios; uno, el cometa
imantado que se acercaría a la estrella voraz que lo arrastrara y otro, la
estrella que lo recibiría exponiéndose a la cicatriz indeleble que el choque le
tallaría en la piel.
Pasado
el efecto Olivia, maltrecho ahora por el desgaste de las colisiones y los
desgarros gravitatorios, me enfrento a los restos de su influencia con la
extrañeza que producen las visiones del duermevela: observo un mechero que
dejó, su tacita de café abandonada o un resto de su caligrafía como me veo a
mí, un electrón arrojado sobre tierra firme que ya no pertenecerá jamás del
todo al mundo previsible, hecho aparentemente a la medida de los sentidos,
desprovisto para siempre de la radiación astral que revestía su modesta
dimensión: la irresistible gravedad de Olivia.
(*) Texto recuperado de mi antiguo blog
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