lunes, 25 de agosto de 2014

Las cegueras del limpiacristales


Trabajo en los dominios del suicida, suspendido en las alturas sin llamar la atención de los de abajo. Yo tampoco los veo; mi oficio consiste en limpiar, por supuesto, pero también en no ver. No miro hacia abajo como en las primeras semanas, cuando divisaba desde las alturas los toldos abiertos que poco servirían en caso de caída pero producían la ilusión de que el golpe final quedaría amortiguado. Por descontado, nada de sentirse un gigante mirando las lejanías de la ciudad enorme, ni superior a la masa de gente que desde aquí parece diminuta. Uno va a lo que va sin distraerse un momento; se trata de limpiar en tiempo récord enormes fachadas de cristal interminable. No hay tiempo para la vanidad.

Además, mis paisajes obligados desde que me cuelgo arriba son las escenas que tienen lugar frente a mí, en cada dependencia de cada planta, que también intento no ver. Aparezco de golpe tras los cristales como una araña gigante. Hay quien no se impresiona, por la costumbre, pero otros se paralizan.  Interrumpen en seguida  las carcajadas, los abrazos o las broncas. Yo no puedo dar muestras de que me entero (no debo enterarme) y no puedo dejar que mis ojos se vean nunca de frente mientras le doy con la mano a la herramienta. Ciego y sin alma, como las chicas que se exhiben sentadas tras las cristaleras del Barrio Rojo, en Ámsterdam; la única vez que las vi, durante un viaje, no se me ocurrió nadie con quien identificarme más por el curro, ni alpinistas ni albañiles de rascacielos.

Eso no quita para que encuentre en cualquier piso niños o adolescentes que se inflen a hacerme fotos con los móviles. No me cuesta ignorarlos. Me cuesta más desentenderme de las mujeres que están limpiando los cristales desde dentro mientras yo los limpio y rasco por fuera. A veces buscan quedarse frente a frente, cristal por medio, en un juego sin consecuencias. Al mover el brazo alargado sobre sus cabezas con el paño en la mano, sus escotes cobran vida; eso cuando no planchan sus tetas o sus labios pegándolos al cristal. También mis ojos se desvían y mi cara permanece impasible, lo que no impide que en un barrido involuntario vea una sonrisa alegre y descarada en la cara de alguna mujer que olvido dos pisos más abajo.

No niego que a pesar del oficio se vive cierta tensión, o cuando menos incomodidad o repugnancia, ante circunstancias que se producen delante de uno y que no se detienen ante mi presencia. Me refiero a palizas, a escenas de pasión, a fajos de billetes de doscientos contados deprisa y guardados de inmediato en un maletín. Uno no es dueño del tiempo que está delante de cada cristal; tiene que acabar la limpieza de cada uno aunque en el interior se prolongue la visión de un grupo de locos armados vestidos con uniformes desconocidos, por ejemplo. Y quien dice eso también dice un parto desgarrado, o la agonía desesperada de cualquiera sin compañía ni ayuda, mientras uno ruega para que el móvil esa vez, incluso a esas alturas, tenga cobertura. 

Eso sí, a pesar de la experiencia me quedo sin recursos al sorprender -como sucede ahora- a un hombre apuntando con un rifle de mira telescópica. Esto no me había pasado nunca. Un hombre apostado en un lado del ventanal, que ha dejado de dirigir su arma a un punto de la lejanía y que ahora la dirige hacia mí con unos ojos más desalmados que los míos. Se ve que duda, no sabe qué hacer. Habrá preparado con mucho trabajo un posible asesinato, tal vez había conseguido el único lugar desde el que su disparo sería efectivo. Ahora sí que miro hacia abajo y localizo con simpatía los toldos abiertos de allá abajo, que apenas se ven. Sólo recuerdo el caso de un colega, uno ya jubilado, al que le ocurrió algo así pero no logro recordar qué hizo; será por el miedo pero esa parte de la historia se me ha borrado. El hombre armado se extraña de verme mirar hacia abajo, hacia los toldos. Miro hacia abajo y lo miro a él, que de un momento a otro saldrá de su indecisión; desaparecerá huyendo o me descerrajará un tiro, o las dos cosas y no por ese orden. Hago esfuerzos pero no consigo recordar cómo salvó el pellejo aquel colega, el jubilado. Yo miro de nuevo abajo y miro al tipo, miro abajo y al tipo, abajo y al tipo otra vez. Miro, veo...

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