En estos tiempos de revuelo patriótico
y furor identitario, vuelvo a soñar con aeropuertos. Me gusta
frecuentar esos espacios impersonales,desprovistos de color local,
superficies inmensas concebidas con lujo y sofisticación para apenas
momentos de paso. Disfruto con la babel de lenguas que se suceden en
los altavoces. Miro los paneles que consignan las salidas y llegadas
de aviones, con sus procedencias y destinos, como si tuviera al
alcance de la mano desaparecer rumbo a cualquier lugar del mundo
dejándome llevar de un simple impulso. Todo parece estar abierto y
al alcance de la mano. No cargo con mitos, leyendas ni símbolos que
me señalen el camino para bien o para mal.
Veo la variedad de rasgos de pasajeros
que facturan, esperan, embarcan o regresan sin tiempo ni necesidad
para el arraigo ni la costumbre; veo en algún momento que entre toda
esta gente se abre paso un equipo de tripulación: azafatas,
auxiliares y pilotos que arrastran sus equipajes con ruedas camino a
algún avión próximo a despegar. Durante el vuelo serán humanos:
tendrán nombres, graduaciones, rutinas, rostros y gestos. En el
vestíbulo extenso del aeropuerto, en cambio, son fugaces seres del
aire que han accedido a avanzar apresurados entre la muchedumbre en
tránsito.
Pruebo a permanecer en uno de estos
espacios cosmopolitas sin ningún plan de volar, sin esperar a nadie
tampoco, como quien visita una ciudad. Hay nutridos estancos y
librerías actualizadas, supermercados, boutiques... En la
cafetería-restaurante encuentro de casi todo, y casi todo ello
aséptico, precintado, dispuesto de un modo práctico casi para ser
dispensado y consumido en cadena de montaje, al servicio de lo indispensable.
Hay algo de orfandad y desamparo en
estos paseos apátridas, con sensaciones de vacío, pero también el
estímulo renovado para construirse sin las agarraderas protectoras de
lo heredado o de lo ya aprendido.
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