En su infancia, Aníbal Fabián pasaba
largos ratos siguiendo el vuelo de las gaviotas, a las que creía
palomas grandes: las “palomas del mar”, como le insistía a sus
padres. Con el tiempo supo que no eran palomas pero de todos modos
las consideró siempre amigas, las aves marinas más cercanas a las personas y a la tierra firme, presentes en el cielo de los muelles, en las
playas o en las costas escarpadas. Las asociaba arbitrariamente a los
viajes, a los luminosos días del verano y a la espuma de las olas;
alguna vez le impulsaban a tararear alguna vieja canción que se las
evocaba ahondando su simpatía por ellas, así que jamás presagió
que un día una gaviota le robara la cartera. Sucedió en la terraza
de un modesto y pintoresco restaurante de la costa anexo al hotel
donde se hospedaba. Él había acabado de comer, le habían dejado la
cuenta sobre la mesa y ya tenía entre los dedos la tarjeta bancaria
para pagar mientras en la otra mano sostenía su vieja cartera marrón
con estrías y un dibujo marino grabado en el centro. Fue visto y no
visto: un brusco aleteo repentino derribó la taza del café que
estaba acabando y lo hizo dirigir la vista, incrédulo, hacia el ave
que de inmediato se alejaba remontando el vuelo con rapidez
endiablada. En la terraza todo el mundo lo miraba. “¡Fíjate, le ha cogido la cartera, se la lleva en el pico!”, oyó que alguien exclamaba en otra
mesa. Fue ese comentario entre alarmado y divertido lo que le hizo
reparar de golpe en aquella mano ya sin cartera, la cartera que en
mala hora había sostenido con una suavidad absurda y arriesgada.
Miró de nuevo, más dolido que furioso, a aquella gaviota ya muy
distante que cruzaba el mar de la playa rumbo a unas montañas
lejanas. Incluso contra sí mismo, se repitió los versos de Silvio
Rodríguez: “¿A dónde te marchas, canción de la brisa/ tan
rápida, tan detenida?”. Renegó de inmediato de aquella canción
que asaltó involuntariamente su memoria porque el momento no admitía
lirismo y no se concedió ni un segundo de complacencia en aquellas
notas que ensalzaban una gaviota en vuelo. Un camarero se le acercó
para ofrecerle un licor cortesía de la casa, “para endulzarle el
desagrado por el incidente, señor”. Aníbal Fabián levantó la
cabeza y vio que en aquella terraza todo el mundo seguía mirándolo.
Después dirigió de nuevo la vista con vergüenza a su mano vacía,
una mano ridícula y atontada al final de un largo brazo acodado
sobre la mesa. Finalmente, rechazó el licor ofrecido. Su estómago
sobresaltado, que ya ni conservaba siquiera la satisfacción del
almuerzo -una lubina gloriosa, de fiesta mayor, acompañada de un
excelente Albariño-, no habría recibido bien el líquido.
Afortunadamente conservaba la tarjeta
bancaria pero el resto de su documentación se había ido con la
cartera: el carnet de identidad, el del club de baloncesto, una
tarjeta de compras y unos 40 euros en efectivo, según recordaba, así
que tras dejar la terraza se encaminó apresuradamente a dar parte de
lo sucedido:
-Mire, caballero- le decía un guardia
civil tras el mostrador del cuartelillo del pueblo-, usted no puede
denunciar a una gaviota porque no es persona jurídica- Él se percataba de que,
alrededor, los presentes en la dependencia habían suspendido sus
quehaceres para escuchar con sorna y poco disimulo su intento de
denuncia- Además, en realidad -continuó disertando el agente- no se
puede decir que un pájaro robe; técnicamente, la gaviota no le ha
robado la cartera.
-Pues yo no se la he prestado- replicó
Aníbal.
Le sugirieron diera parte del hecho
como pérdida y eso hizo para acabar cuanto antes, sin estar muy
convencido. “Tampoco es muy técnico hablar de pérdida en este
caso”, pensó. La atención sobre él y su percance había sido
cada vez más descarada en el interior de la oficina policial y el
agente que lo había atendido con corrección y gentileza no podía
evitar, sin embargo, el asomo de una sonrisa jocosa. Al salir se vio
rodeado a pocos metros por la chiquillería curiosa, que caminó tras
sus pasos bajo el sol de la tarde a lo largo de aquella zona del
pueblo pescador con casitas blancas y puertas azules recién
pintadas, macetas con flores en los muros de las azoteas y en algún
caso una barca cerca de la puerta. Aunque algunas de esas casas
llevaban tiempo habitadas como segunda residencia por forasteros,
aquella seguía siendo la zona artesanal del pueblo, la que por largo
tiempo debió constituir su núcleo vecinal y económico. Los
chiquillos lo seguían cada vez a menor distancia; a su espalda, oía
botar el balón con el se que debían disponer a jugar y oía
también, por sus conversaciones, que estaban al tanto de lo de la
gaviota rapaz y hasta del parte de lo sucedido que acababa de dar en
aquella oficina policial. Tuvo la impresión de que olían a pescado.
Todo aquel pueblo debía oler a pescado, no sólo la zona de
pescadores: aquí y allá se capturaba pescado, se cargaba pescado,
se empaquetaba pescado, se exportaba pescado, se cocinaba pescado, se
servía pescado y, mayoritariamente, se consumía también. El olor
debía de ser perceptible para todo tipo de aves marinas, incluso a
muy larga distancia.
“¡Maldita mi mano floja!”,
exclamó para sí recordando su percance de sobremesa; aquel modo
blando de sostener la cartera -ahora que lo reflexionaba- pudo ser
interpretado por la gaviota como una provocación o un ofrecimiento.
Pero aquel grupo de chiquillos con balón se estaba convirtiendo en
un nuevo problema; ya casi le daban alcance y no parecían dispuestos
a dejarlo en paz. Aníbal los encaró y les sugirió que fueran a
jugar al fútbol a algún sitio pero ellos no le hicieron caso, se
quedaron mirándolo con la sonrisa en los labios.
-¡No molesten más al señor!- oyó
que decía a su espalda la voz de una mujer- ¡Váyanse por ahí de
una vez a jugar o a sus casas, venga!
Aquel grupo de pequeños energúmenos
se disolvió enseguida sin rechistar. Se disolvieron serios y en
silencio y además se dispersaron para reagruparse de nuevo unos
metros más allá camino a algún lugar, botando el balón. A Aníbal
Fabián le pareció que con ellos se disolvía también el olor a
pescado que se había hecho tan próximo, o tal vez eran cosas suyas.
Se giró y vio a una mujer joven de baja estatura y cara redonda en
compañía de su perro parecido a un boxer, la que había dispersado
a los críos. La mujer lo observaba con una sonrisa abierta y
benévola. Vestía un pullover azul celeste muy ligero y holgado,
debajo del cual parecía no haber más prendas, y un pantaloncito
ajustado que llegaba a la pantorrilla. Parecía divertida: mostraba
en los ojos, tras unos lentes redondos, chispas de malicia inquieta y
penetrante difíciles de eludir.
-Hola, buenas, jajajá -saludó la
joven de aquel modo antes de que él le diera las gracias por haber
intervenido-. Disculpe, pero usted debe de ser el que tuvo el
contratiempo con la gaviota, ¿verdad? No se moleste conmigo pero es
que me hace gracia, sobre todo siendo usted tan serio, tan serio y
tan largo, con ese aire tan severo, jajajá... no se ofenda. ¿Cómo
pudo escogerlo a usted aquella gaviota?
-Bueno, aquel pajarraco era una
encarnación de mi exmujer- contestó Aníbal, que no parecía
haberse incomodado-. Ahí tiene la explicación.
La joven risueña se presentó como
“Lorena Cruz, la veterinaria del pueblo”. Se entretuvo en
explicarle a Aníbal, para empezar, que las gaviotas son aves
astutas, muy sociales y organizadas, y con un complejo sistema de
comunicación. Él a su vez le dijo que se llamaba Aníbal Fabián,
que era profesor de educación física desde hacía unos diez años e
instructor de varios equipos de baloncesto infantiles y juveniles.
Habían empezado a caminar juntos por las lindes del pueblo sin
proponérselo explícitamente y sin haber pensado hacia dónde.
Compartieron respectivamente anécdotas e incidencias del trabajo en
las canchas juveniles y en los consultorios veterinarios; se
sorprendieron del algunas coincidencias. Derivaron en la conversación
hacia los viajes y las escapadas veraniegas, los lugares
descubiertos, los idiomas practicados, los timos padecidos y los
tratos impecables o no de algunas poblaciones y establecimientos. De
ahí pasaron a las rutinas personales, los gustos culinarios, los
paisajes de culto, algunas canciones y películas y los intentos por
mantener lo que se podía de viejas aficiones que la falta de tiempo
y las obligaciones intentaban relegar. Cuando ya se escuchaban uno a
otro hablar de amistades y de viejos amores, el sol del mediodía
había dejado paso a un dulce comienzo de crepúsculo. Aníbal, sin
distraerse de lo que contaba la chica, miraba la porción de mar que
se dejaba contemplar entre dos bloques de casas bajas; era un mar
apacible del que sobresalía un farallón donde se detenían por
momentos algunas gaviotas para reemprender al poco tiempo el vuelo.
Presintió con cierta melancolía que Lorena Cruz, la veterinaria del
pueblo, había de ser uno más de esos descubrimientos fortuitos y
deliciosos de los viajes que en el momento nunca parecen tan fáciles
de olvidar como en realidad lo son, que él tal vez nunca volvería a
aquel pueblo y, si lo hacía, lo podría encontrar muy transformado,
como ocurría con tantas cosas cada vez más. En cuanto a las aves
que observaba, se profetizaba a sí mismo que, como las juveniles gaviotas de Serrat, no habían de volver jamás.
El siguiente amanecer se alzó con una
luz y una temperatura que a Aníbal le hubiera gustado que se
prolongaran a lo largo del día: una claridad sin estridencias ni
deslumbramientos acentuaba los colores sin devorarlos, desvelando su
variedad y belleza; el calor amable no traspasaba invasivo el tejido
del polo que se había puesto, tan sólo confería tranquilidad y
valor para salir del apartamento al filo de la madrugada. Era un
amanecer, se dijo, “reconstituyente”, como el paseo y el baño de
mar que pensaba darse sin que mediara el café de la mañana ni
ninguna infusión ni nada. Como deportista, había probado muchas
veces esos chapuzones mañaneros después de una ligera caminata;
eran algo energético, “combustible” para todo el día. Salió
del hotel y pasó junto a la terraza del restaurante ahora sin mesas
ni sillas, parecía una modesta placita rodeada de parterres
florecidos. Encaminó sus pasos hacia la pequeña playa con la toalla
doblada sobre un antebrazo. Disfrutó de caminar en silencio y, más
aún, de no ver a nadie en aquella zona ligeramente más urbana y
cosmopolita del pueblo. Llegó a la playa, que nunca antes había
visitado a esa hora y “¡Vaya!”, exclamó, allí estaban ellas, las
gaviotas otra vez, sobrevolando el lugar, ocupando las rocas que
destacaban del agua y la pequeña bahía de arena que aún no había
sido cubierta por el pedregal conformado por las olas. Iban de un
lado a otro sobre el arenal o las rocas, o bien aterrizaban o
emprendían el vuelo según les pareciera. Y eran numerosas; recordó
que Duncan Dhu cantaba aquello de cien gaviotas dónde irán. “Coño”,
pensó, “pues aquí se han juntado más de cien”. Relajadas y
ajenas, no se cuidaban de aquel hombre espigado, con polo, bermudas y
chancletas que decidió seguir observándolas y contemplando el
paisaje, renunciando a pasar entre las aves camino al agua. Era el
turno de ellas, pensó, y decidió respetarlo. Una hora más tarde
emprendió el regreso al hotel satisfecho otra vez de no ver a nadie
pero ignorando que él sí era visto y vigilado. Aunque no caminara
nadie por aquellas calles, aparentemente, se sabía ya de dónde
venía él y qué había hecho allí, a juzgar por los cotilleos que
se propagaron más tarde. Aunque todas las puertas y ventanas
parecían cerradas a piedra y barro, siempre se debe pensar que hay
alguien que fisga y acecha para divulgar después, y esta vez con
añadidos prejuiciosos y retorcidos: durante el tiempo que permaneció
en su habitación de hotel hasta el almuerzo, Aníbal Fabián no supo
que se había extendido durante la mañana, con bastante mala entraña
o bastante necedad, que “ese turista tan largo, tan largo y con la
cara tan tristona, al que una gaviota le birló ayer la cartera al
vuelo, estaba buscándola esta mañana en la playa para distinguirla
de las demás y atraparla; se le ha ido la olla”.
Aníbal llegó a la terraza del
restaurante llevando su ropa más ventilada y protegiéndose con
gafas oscuras. El sol imponía su esplendor avasallando al límite
del calor y deslumbrando sin ningún reparo. Junto a las mesas habían
instalado sombrillas altas que suavizaban en gran parte la situación.
Prescindió esta vez del pescado, a pesar de ser especialidad
reconocida del lugar, y se decidió por una ensalada exótica seguida
de una tortilla española con cebolla y en jugo de tomate; para
acompañar todo eso pidió una botella mediana de espumoso rosado
Casal Mendes y viva Portugal, concluyó. Miró con poca curiosidad a
la concurrencia en lo que esperaba los platos. Le extrañó mucho que
aún lo miraran con velada curiosidad, o con una sorna que en algunos
casos era ya burla desafiante. También sorprendió sin explicárselo
caras de preocupación que parecían estudiarlo. Él ignoraba
que lo podían considerar un ser etravagante, si no un pertubado, debido
a los rumores que habían circulado aquella mañana. “Ya se
cansarán”, se dijo. Se concentró en la comida desde que le
sirvieron y, al acabar, quiso responder a toda aquella burla y a
aquella expectación casi persecutoria que había aguantado desde el
día anterior, sorprendiendo a su vez, provocando el desconcierto
hasta descolocar. Se puso en pie cuan largo era -su cabeza sobresalía
por encima de la sombrilla-, alzó la copa brindando a los
asistentes de un lado a otro, girando el torso en un gesto torero, y
ya había empezado a cosechar tímidos aplausos cuando un objeto que
él reconoció como su cartera cayó desde lo alto sobre la sombrilla
silenciando a los presentes. El objeto rebotó y acabó en el
suelo, de donde lo recogió enseguida; lo abrió y extrajo antes de
nada su DNI, que mostró triunfalmente también con la gallardía de
un diestro. Esta vez nadie vio en el cielo ningún ser volador, vivo
o artificial, alejándose en el cielo. La necesidad de sacar la
cabeza debajo de la sombrilla, la severa brillantez del sol y la
atención que pusieron a la cartera que cayó les hizo tardar en
mirar hacia arriba. Se mantuvieron en la terraza las sonrisas y los
gestos de celebración en honor de Aníbal hasta quel paso de los
minutos dio tiempo a pensar que aquella casualidad, como casualidad,
era demasiada casualidad, una casualidad inquietante y esotérica,
incluso.
Nadie pudo notar en aquel comedor que
era justamente Aníbal el más asustado. Había empezado a tener
miedo, mucho, miedo hasta de sí mismo. Algo en su relación con
aquel pueblo (ignoraba lo que podía ser) ocasionaba lo inexplicable
y lo tenía intranquilo: podía ser un maleficio, un extraño cruce
de energías, unba conjunción cósmica equivocada o un terremoto en
su carta astral, él no entendía de eso, lo cierto es que aquella
misma tarde pagó su estancia en el hotel y salió de allí con su
equipaje. “Pon el pueblo en el retrovisor”, dicen en las
películas americanas cuando aconsejan a alguien huir. Y eso hacía
él, empezando a serenarse en su coche, disfrutando de un suave
atardecer que aliviaba de los ardores del mediodía y conduciendo con
placer en aquella carretera sin tráfico en aquel momento. La
placidez se le vino abajo en un instante cuando vio posada sobre la
señal de entrada y salida del pueblo una gaviota, sola, alejada del
mar. No quiso ni detenerse a curiosear; habría podido pararse un
momento en el arcén y observarla, decirle algo, preguntarle si había
sido ella la ladronzuela, algo. Pero no. Prefirió acelerar con moderación y
seguir carretera adelante sin permitirse vacilaciones. Sólo se
consintió una repentina nostalgia por Lorena Cruz, la veterinaria
del pueblo. Impulsivamente, como si diera un recado a la gaviota para
la chica, buscó en el aparato musical de su coche la dulce canción
de Marina Rossell: “Oh!
Gavina voladora que volteges prop del mar/
i
al pas del vent, mar enfora, vas voltant fins a arribar...”
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