No siempre estoy dormido. Por el
contrario, tengo al día horas de vigilia tozuda contra la que nada puede el cansancio. Mi cuerpo alerta sólo se relaja cada atardecer, cuando Briseida se recuesta
junto a mí sobre esta cama de cedro; apenas entonces una dulce
corriente parece irrigar poco a poco mis venas, hasta que mis ojos empiezan a
rendirse y mi mente se resigna a abandonar las últimas imágenes de su cuerpo a mi lado, oscureciendo los rayos del atardecer que se filtran por la celosía o la solemnidad del arcón sobre un suelo de madera veteada.
Comprendo que quien me observe durante
el día deambular sobre el enlosado de piedra que recorre nuestro extenso jardín
pueda pensar que ando soñoliento, que camino inconsciente a pequeños pasos sin
dirección, sin reparar de verdad en el emparrado, en las macetas colgantes, en
los grandes tiestos de soga o de bambú donde florecen las hortensias, los
crisantemos o las azaleas. Pero lo cierto es que no sólo veo todo eso sino que intento
prestarle la mayor atención. Si camino despacio alrededor del porche, o si
recorro los huertos con ojos espantados, como si aún presenciara los restos de
alguna pesadilla horrible, no es porque me encuentre enajenado: me preparo
inútilmente para el próximo asalto del dolor, que de todos modos me sorprenderá
como siempre sin avisar, me invadirá y
logrará retorcerme allá donde dé conmigo. Aunque es imprevisible en cualquier
caso, no puedo dominar el temor de que me coja distraído y apresurado, con la guardia baja; por eso intento
esperarlo con lentitud cercana a la inmovilidad, como si estando yerto,
petrificado, fuera a conseguir que pasara de largo sin desgarrarme.
El poco tiempo hábil que las
treguas del dolor me conceden no dan para casi nada de lo que me propongo hacer:
pasar revista a las parcelas frutales, limpiar las hojas de las
plantas grandes, desbrozar sus tallos,
renovar el abono de algunas macetas y recorrer finalmente el camino de enlosado
rústico que a la derecha conduce hasta un sendero estrecho y terroso. Cuando llego al
final de ese recorrido y, tras subir uno pocos escalones flanqueados de lavanda, veo siempre frente a mí el invernadero que hemos instalado hace tiempo para las plantas
dejadas al cuidado exquisito de Briseida, cuya silueta difusa miro moverse de
acá para allá al trasluz de las paredes
blanquecinas. La imagino atareada, con interés minucioso, cuidando la
composición de arcilla y arena donde ha de surgir y desarrollarse cada planta. Después
doy la vuelta sobre mis pasos, sin acercarme a interrumpirla en el microclima
exclusivo del invernadero. Gracias a la regularidad escrupulosa de nuestra rutina,
la puedo adivinar en cada momento ajustando la temperatura y la humedad
apropiada a las orquídeas, o a esa otra variedad de flores que ambos llamamos rituales.
Cada labor que dejo interrumpida,
cuando sobrevienen las terribles punzadas, es una historia inacabada que
reclama inútilmente su final, un proceso inconcluso que se amontona en el limbo
de los propósitos sin cumplir. Los sobresaltos de dolor me hacen soltar de las manos las
herramientas y retroceder al dormitorio como un ejército en retirada. La lucha
que entonces libra mi cuerpo, exasperado sobre la cama, sin conformarse con
ninguna postura, no es mayor que la que libra mi pensamiento, aún reo de las
obligaciones pendientes con las dalias, las trepadoras o los arbustos en toda
la variedad del jardín que hemos ido conformando y que no deja de hacer
batidora en mi mente.
Cuando Briseida abre la puerta
del dormitorio, yo aún giro alborotado sobre el colchón sin conseguir descanso, deseando el sueño. Ella entra lentamente,
sosteniendo en las manos una pequeña urna de cristal que coloca sobre la
mesilla de noche. Llega como trayendo consigo el clima vegetal del invernadero
y se acerca a la cama con un aroma envolvente que hace sentir aún más el barniz
antiguo de los muebles. El aire en el dormitorio comienza a volverse narcótico.
Se sienta a un lado de la cama y se despoja lentamente del grueso chaleco sin
mangas, que deja sobre una silla. Se desprende también de la camiseta y
finalmente, del sujetador cuando lo lleva. Se unta los pezones con el líquido
que contiene la urna, extraído de la misma variedad de amapolas silvestres que
en su región de origen usan las mujeres para amamantar por las noches a los bebés. Sostiene que no se
trata de la adormidera, que es otra cosa. Cuando se recuesta al fin, acerco a
mi boca alternativamente uno y otro seno oportunamente empapado y en cada uno
me demoro recobrando poco a poco la serenidad.
Sé que el jugo no haría su efecto si no fuera por su presencia y por su
cuerpo, y por esta ceremonia íntima que nos vincula tanto o más que las
antiguas costumbres compartidas. Mi cuerpo por su cuenta adquiere una apacible
y gozosa seguridad que le permite abandonarse, y en la mente se evaporan las
obligaciones y los recuerdos de cómo era antes mi vida con Briseida, en tiempos de salud. Absuelto
al fin de recuerdos y de escrúpulos, me diluyo del todo ignorando qué será del
mundo cuando yo ya no lo veo.
No siempre estoy despierto.
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