¿Qué
le cuartea la cabeza, estriada y sin boca, y le tiene los ojos inyectados? ¿En qué ha fijado la vista desde lo alto que tanto le predispone a
curvarse como si ensayara un regreso a la postura fetal? Él, acostumbrado a
erguirse, ahora a medio camino de volver al estado del renacuajo. ¿Qué horror
lo ha exiliado de la tribu que tan arriba se mantiene, sobre dos palmos de
desfiladero?
Puede
que, huidizo y previsor, huya de la furia de los dioses o la de sus emisarios
terrestres; o quizá purgue el haberse
negado a adorar a algún ídolo de codicia y de sangre. Tal vez, tras observar de
lejos la vorágine, confíe apenas en lo que aún tiene de anfibio. Abajo no se
toleran la duda o la indecisión. Su tiempo requiere el arrojo sobre las enormes
presas a cazar, la fe arrolladora en la victoria frente a las tribus que
intentan saquear la caza y apropiarse del
asentamiento junto al río. El hechicero domina los arcanos, enseña las palabras
rituales que los mantiene unidos, los cánticos que encorajinan para el asalto.
Pero
él piensa, y eso ha sido señalado como una
debilidad suicida y una afrenta al valor. Alguna enfermiza mutación le ha
distanciado de la comunal certeza, le ha hecho estremecerse frente a la sangre.
Tendrá que alimentarse de rastrojos, de frutos temporeros y de torpes insectos.
Si abandona las alturas acabarán con él, o bien los suyos o los de cualquier
otra tribu, suspicaces ante un espécimen aislado, el primer eremita del mundo.