Foto: Eliú Pérez |
Los maniquís ya no son lo que
eran. El realismo de sus rasgos, sus fisonomías diferenciadas y la articulación
de sus cuerpos han sustituido a la repetición de figuras rígidas, casi siempre idénticas.
No hablo de los decapitados, o los mancos soportes de trapos en exposición, ni
de los torsos esquemáticos reducidos a mera prolongación de la percha. Me
refiero a las fieles réplicas del cuerpo humano completo, que lucen en sus
rostros narices rectas, chatas o respingonas, y también labios carnosos,
prietos o pronunciados. Y aunque esa singularidad sea en ocasiones aparente -pues
si uno se fija ve series de clónicos a los que solo diferencian el maquillaje o las coloraciones del iris- la
variedad entre muchos de ellos es
innegable. Unos establecimientos promocionan el género sobre fisonomías arias y
otros exponen maniquíes latinos y sureños. En cualquier caso, ellas ya no son las modosas
petrificadas sacadas de una academia de ballet. Ellos ya no son los
cabales caballeros de gallardía marcial. Ellas son ahora desenvueltas, y
espontáneas. Ellos son enérgicos, arrolladores, verdugos de lo que haga
falta predestinados al éxito. Cada vez son menos armazón y más escultura, más personaje.
Eso
sí, sea cual sea el biotipo o el carácter que se imite, todo en ellos es
sofisticación y estiramiento esquinado. En eso no hay diferencia con
los de antes. Los maxilares siguen siendo por lo general angulosos; las sobrecejas,
agresivas; las rodillas y los hombros, quillas dispuestas a horadar cualquier
obstáculo. Y por más que se les pudiera poner nombre a cada uno, como a
ejemplar único, por más que al diseño se uniera el ingenio artesanal de las
distintas puestas en escena de escaparate, siempre algo hay que los convierte
en seres inexpresivos. Les faltará, tal vez, la verruga, la grieta en la piel,
la desproporción, el asombro, la tristeza. Tendrían que rascarse, resoplar de
calor, tiritar. Es momentánea la impresión de vida en esos ojos al enfrentar
los ojos del viandante, o la vitalidad del conjunto en esos universos cerrados
de perfección y feliz anorexia controlada.
Lo más sorprendente es ver esas
figuras, sobre todo las femeninas, medio desnudas a la espera de un cambio de
vestuario y percatarse de que lucen un desnudo incitante y casi demasiado
humano: por no mencionar sino los ombligos, los he llegado a ver hiperrealistas.
No se explica que lo que hayan de tapar los trapos también luzca esa apariencia
esmerada de carne lozana. De armatostes apenas flexibles que servían para
soportar las telas que exponía el comerciante del ramo, han llegado a ser
prototipos que pregonan las excelencias de un cuerpo para el que es necesario
aplicarse tarros de tratamiento de belleza, pócimas adelgazantes, gimnasios... Casi lo de
menos son las prendas que llevan encima. Están vendiendo cosmética, peluquería,
lugares de diversión y hasta la compañía adecuada a lo que se supone la mujer y
el hombre de hoy.
No sin inquietud vuelvo a escuchar el viejo tema De cartón piedra de Serrat. Ojo con cegarse hoy día con los "zapatos de falso charol”
o con “la mirada lejana y azul", ojo con que le digan "libérame,
libérame" al viandante impresionable. Antes de emprenderla a pedradas con
el cristal y correr con ella hasta el portal más próximo, como en la canción,
sopese y considere el tren de vida que
está en condiciones de ofrecerse y de ofrecerle. Revise sus extractos de
cuenta; chequéese a fondo, es un consejo. No vaya a ser que la cautiva liberada
no tarde nada en considerarlo un don nadie,
un muerto de hambre que bien pudo dejarla donde estaba, reinando en el
esplendor glamoruso de su cárcel de cristales.
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