Al hombre, con los años, le falla
definitivamente la tercera pierna; es como una amputación, una pérdida
humillante que el miembro empieza a anunciar, primero, con desfallecimientos
ocasionales; después, con más frecuentes alarmas de pasotismo inoportuno, hasta
que se recluye para siempre en un retiro filosófico donde recomponer su
autoestima.
Entonces queda el bastón como
tercera pierna ortopédica, batuta patriarcal, monumento a lo que la
tizona fue… cuando atizaba. Un buen bastón, cetro de la veteranía laureada,
debe tener cierto punto pirata (como buena pata de palo) y también cierto punto
espadachín, gala de tantas gestas de amor aunque no todas fueran victorias.
Con la tercera pierna jubilada, el
deseo vuelve a ser un asunto hipotético y fuente de vana curiosidad: un
prodigio a desarmar como se despiezaban los juguetes, en una década remota, para desentrañar su secreto;
pura materia de palabras prohibidas y siluetas inalcanzables. Y si otra cosa
fue, más sensible y jugosa, la memoria no basta para revivirlo.
Como en la infancia, hay que mirar
más adentro o más allá, desmontar las carcasa desatornillando o rompiendo,
haciendo girar cada pieza para ver qué podrá haber (...qué pudo haber) del otro
lado. Tras un cuello o una espalda que anuncian el paraíso perdido, hay que conocer
el rostro pese a los obstáculos y más allá del decoro, o haciendo que se vuelva
con cualquier excusa o o tomando la delantera para volverse y mirar.
Ya lo decía Berlanga en una
entrevista: “Soy viejo verde desde los ocho años”.
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