La idea debió venir de
algún aciago, y ya para siempre maldito, personaje de la
Discográfica. Ignorante, pretencioso y arbitrario ejecutivo que nos
puso en esta situación incómoda, yo diría que suicida; sí, porque
fue echarnos piedras sobre nosotros mismos haber reaccionado con esta
mansedumbre complaciente ante el designio de semejante leño de
alcornoque; claro, que investido de poder, un poder sobre nuestras
vidas, nuestros talentos y nuestra técnica que no va parejo al
conocimiento de nada de estas cosas sobre las que se impone sin
preguntarnos. Lena piensa que nos disgustamos todos a toro pasado y
no lo queremos reconocer, porque nos causó ilusión esto de
conocernos al fin, tocando juntos y al mismo tiempo, y no como hasta
ahora, conjuntados a distancia por medio de cámaras intranet. Y era
un reto para profesionales, considera Arthur, ¿no somos acaso
músicos?, arguye, ¿no se supone de nosotros la capacidad de
afrontar, como maestros consumados, una ejecución a la que no se
negaría un estudiante?; y es más, añade él, hasta un compositor
desacostumbrado a interpretar sus piezas, ¿no se aviene a sentarse
al piano bajo la dirección de la batuta, ante el público, cuando la
ocasión lo requiere, sin padecer un acceso de angustia? Pero qué
fácil es hablar, ¡qué fácil es hablar!, porque tanto Lena como
Arthur, como Matilde y los restantes, Marcel o Klaus, andan ahora
acercándose al escenario en vez de esperar el momento en sus
camerinos, asomando sus narices por los extremos para avistar
sesgadamente las gradas numerosas de este teatro antiguo,
empalideciendo como yo de ver ocuparse las localidades cada vez más
rápidamente, y mientras más éxito parece tener la convocatoria,
mayor es la tragedia, el cataclismo que intuimos nos espera al final
de esta prueba a la que vamos abocados, sin posible marcha atrás.
Ahora nadie habla, nadie intenta infundir ánimos aun cuando nos
crucemos unos con otros o coincidamos por momentos en algún extremo
del escenario. Hasta anoche, Marcel, a pesar de que el nerviosismo en
aumento ya empezaba a alcanzar el cénit de la hora presente, aún
repetía sin convicción las palabras que tan a menudo se han
repetido entre nosotros como un leitmotiv coincidente con las
reprimendas del director: ¡Si es lo más normal, es lo que hacen
todos!, y nadie le respondía, ya anoche. Precisamente por eso,
compañeros, precisamente, les respondía yo al principio (por último
sólo lo pensaba), porque es lo más normal, aquello de lo que hemos
estado alejados, desacostumbrados y, por qué no decirlo, negados, es
por lo que resulta inconcebible este acatamiento ya sin remisión
ante las resoluciones de algún atildado patán, un guisante
prepotente ¡que se atreve a manejarnos como a un manojo de
insignificantes vasallos, un truhán insensible envanecido en su
caudillaje mezquino, la madre que lo parió, no me digan que me
calme, la madre que lo parió a él y al solícito representante que
come a costa nuestra, y la madre de todos nosotros, tontos sin
reaccionar a tiempo como era debido, inconscientes que no caían en
la cuenta de lo que se les venía encima! Estos desahogos de ira,
acompañados de patadas y golpes a cualquier objeto que no fueran los
sagrados instrumentos, no los he protagonizado sólo yo, no he sido
yo el único al que ha habido que sentar, alentar, traerle agua con
azúcar. Qué decir de los exabruptos amargos de Klaus, que postran
el ánimo de cualquiera; de los llantos de Lena, que rompe sin
consuelo su delicada mansedumbre y se muda en una medusa estridente y
plañidera; qué decir de la agresividad apenas controlada de Arthur
en algunos momentos, o de la acritud temperamental de Matilde, que se
ha vuelto despectiva y cortante con todos. Yo he callado, para qué
añadir más leña al fuego, y he permanecido sentado, silencioso,
con la cara apoyada en el mástil de mi violín como único amigo
capaz de darme comprensión y aliento. Y así he permanecido en tanto
los intentos de apaciguar los arrebatos, o las amables llamadas al
orden de unos y de otros, degeneraban en una espiral de gritos,
insultos y exclamaciones cuando el nerviosismo y el miedo buscaban
alivio en estas descargas broncas, imparables. Me levantaba pasado un
rato y buscaba un refugio donde permanecer hasta que presumía que
las aguas habrían vuelto a su cauce.
Ah, qué distinto era todo
hasta ahora. Qué diferente ha sido a lo largo de años y años de
trabajar físicamente distantes unos de otros, compenetrados y
temperados como el clave de Bach; curtidos, al unísono, en la
distancia; entrañables y necesarios sin este trato directo y
perturbador. Éramos un grupo, cohesionado y estable, qué digo
estable: ¡fiel!, a lo largo de tanto tiempo de perfeccionamiento, de
éxitos, de reconocimiento universal. Nos venerábamos y nos
queríamos como lo que cada cual era para los otros: un instrumento,
un personalidad interpretativa, modelo de virtuosismo en la novedad
al servicio de la tradición, de la grandeza intemporal de los
sublimes maestros y de la esforzada evolución secular de la Música,
de la que somos, tal vez, los más puros depositarios y servidores.
¡Nosotros, los inaugurales! Que nadie me hable, a mí, de crecerse
en los retos, de templar los nervios ante pruebas inexcusables para
dar cuenta de la maestría y la entrega al arte. Qué mayor reto que
haber trabajado y aprendido ejecutando cada pasaje en solitario,
imaginando cada uno las magistrales intervenciones de los demás
instrumentos anunciadas en las partituras, materializadas en la
intuición certera que habíamos obtenido tras años de escucharnos,
con sorpresa al principio, con interés cada vez más concentrado
después, al recibir los resultados de las grabaciones ya conjuntadas
y armonizadas en registro digital, sorprendentemente logradas, merced
a los programas especializados y a las manos cuyo peritaje en la más
avanzada y escrupulosa mezcla de sonidos hacía de nuestras
interpretaciones aisladas, remitidas desde nuestros lugares
respectivos en soportes adecuados, ejecuciones luminosas, relecturas
precisas y purificadas de las grandes obras, acendradas encarnaciones
de los hallazgos creadores en momentos de sublime visión. Ni qué
decir tiene que se contaba con nosotros para los retoques, después
que recibíamos la versión totalizada no sólo en sonido, sino
también en espectro visual pormenorizado en píxeles exactos, que
plasmaban la intensidad y la altura de cada impulso sonoro con una
fidelidad precisa, como la que no se alcanza con la abstracta
notación del pentagrama. Y que entre todos y cada uno íbamos
formando un acabado magistral de cada pieza, con nuestras
sugerencias, nuestras atentas disconformidades y aclaraciones, donde
no faltaban las declaraciones compartidas de sentimientos eufóricos
o las impresiones sutiles que nos habían embargado en cada
movimiento. Así, afirmadas las últimas rectificaciones, nos
extasiábamos en el logro aquilatado que recibíamos para su
aprobación final. Qué enervamientos, qué transportes supremos,
hasta las lágrimas, producía escuchar finalmente cada producto
conseguido, que había llegado a ser eso tan magnífico que
finalmente oíamos, desde su comienzo desmembrado e incierto. Y qué
delicadeza en comunión, qué actos de entregada acción de gracias,
aquellas últimas interpretaciones con la que coronábamos cada una
de estas fases, participando desde la lejanía en la interpretación
final para nuestros solos oídos, viéndonos y oyéndonos a través
de las cámaras web, de tamaño excepcional, que nos han puesto a
disposición.
Qué opuesto todo, ahora;
qué contrario ha sido todo desde que nos concentraron en el estudio
de grabación donde, día tras día, hemos envilecido la mutua
veneración que nos profesábamos, la maestría cultivada con tanto
esfuerzo, y la dignidad, la perdida dignidad de quien se tiene por
dueño de sí, no sujeto a presiones que exceden su esmerado control.
En los primeros días, desbordados por el júbilo del encuentro, la
alegría de que nos hubieran reunido al fin, para vernos de cerca,
hablar y tocar juntos, no nos dimos cuenta de que se colaban en
nuestra unión, en nuestro quehacer, la curiosidad, la confidencia,
la francachela vulgar, los celos, la envidia, el deseo. Todo lo
circunstancial, el burdo accidente y la impureza, toda la corrosión
la de la convivencia --el desgaste, el roce, la debilidad- nos
contaminaban y distraían de lo que fue nuestra única y persistente
atención, nuestra vieja comunión en el ideal. No hubiera sido tan
grave que Klaus y Arthur marcharan de juerga las primeras noches,
consiguiendo reclutar a la todavía cordial y sonriente Matilde, o
que Marcel me arrastrara a interminables partidas de ajedrez que nos
sorbían la energía y la imaginación, y nos hacía rivales en un
menester extraño e invasor, ni siquiera que mi contrincante en el
tablero, Marcel, se fundiera en abrazos de repentina pasión con la
dulce Lena; nada de eso hubiera sido tan grave, sostengo, si en lo
esencial hubiéramos mantenido el timón. Pero cómo hacerlo, pienso
ahora, cómo nos lo habríamos podido exigir si, en los extenuantes y
penosos ensayos, nos olíamos, o a sudor o a perfume, o simplemente a
piel, ¡nos olíamos, por el amor de Dios!; nos oíamos estornudar,
carraspear o toser, nos oíamos incluso los pies marcando los
compases con pisadas impías; nos distraíamos con miradas, miradas
que a los pocos días hablaban tácitamente de los lances y las
complicidades establecidas entre nosotros. Y lo peor: los
instrumentos, los admirados instrumentos que eran nuestra única
identidad a compartir, como un nombre para cada cual, más verdadero
que el del bautismo, aquellos instrumentos ya no se dejaban oír en
notas de sonido depurado, en el más expedito aislamiento sensorial
para disfrute del oído sensibilizado y pulcro; no: ahora, en burdas
interpretaciones, los sentíamos, los de cada compañero, vibrar en
la madera o el metal del nuestro, en nuestros cuerpos, y hasta en
nuestros asientos. Nos debatíamos angustiosamente en esfuerzos
voluntariosos que no hacían sino aumentar la confusión, hasta que
cejábamos reconociéndonos extraviados y demolidos. Y fue así hasta
que vino el director; ¡el director!, no habíamos pensado en él,
pero sabíamos que aparecería a los pocos días para unirse a
nosotros en la preparación de la pieza encomendada. ¿Qué podría
hacer un director con nosotros? Deseábamos todos, desde lo más
hondo, que al menos fuera aséptico, neutro, carente de
peculiaridades: que no destacara por blando ni por severo, ni por
pasional o por técnico, por arrogante ni por humilde. Que no fuera
ni bajo ni alto, ni flaco ni obeso. Que no tuviera melena ni calva,
ni verrugas, ni caspa… Sólo así, pensábamos, podría entenderse
con nosotros, restituirnos algo de lo perdido, facilitarnos la senda
por dónde reencontrar la antigua seguridad, la identidad perdida.
Pero qué va, ¡qué va!, hasta en eso hemos tenido mala suerte. El
director era melenudo, alto en exceso, con arranques de simpatía
calurosa que otra orquesta le hubiera agradecido y también presto a
rebotes iracundos que nos enconaban más en nuestra aflicción. Era
un apasionado del compositor que intentábamos interpretar, y se
había dedicado a él desde los años de aprendizaje; pretendía
imponernos, a nosotros, la visión que tenía de la sonata ensayada.
Por su parte (y en esto lo disculpamos) no disimulaba la
estupefacción desencantada por el espectáculo amorfo y caótico que
le ofrecíamos, nosotros, maestros consagrados mundialmente con los
que tantas ilusiones se había hecho desde que le propusieron
dirigirnos en esta pieza. Finalmente, fueron desoídas las
desesperadas peticiones de que se nos equipara con material
electrónico individual con el que controlar las ejecuciones, a
nuestro modo, aunque actuáramos juntos y conjuntados por las
indicaciones de la batuta; o la también descabellada propuesta de
que se nos colocara alejados unos de otros, en diferentes puntos del
graderío del enorme teatro al aire libre. No había ya luz al final
de ningún túnel: todas las salidas habían quedado condenadas.
¿Y es ésta, ahora, la
orquesta capaz de encarar la rendida expectación con que la recibirá
una multitud de aficionados melómanos, este desangelado manojo de
excelencia degradada que se debate en la duda justo cuando ya ve que
son ocupadas las últimas localidades, vacías hasta hace un
instante? Qué lástima me da, hermanos, verlos como a mí, dominados
por el vértigo ante el final temido, fin de la pendiente que
iniciamos cuando a un estúpido se le ocurrió esta actuación en
directo como colofón de un festival de verano, con la promoción
consiguiente, y ¡horror!, la grabación del momento, la perpetuación
humillante de lo que puede poner fin a tantos años de prestigio
indiscutible; se ve que pensó en todo en su ambición facilona este
sátrapa, ¡este sátrapa envanecido, asesino de belleza; este
diosecillo de la trivialidad novedosa cegado por el poder! Lo que no
sabe, el alevoso, astro que brilla con luz robada, es que se labra su
caída con la nuestra; bien, ha cortado por donde le parecía y ya en
este momento se puede decir que ha troceado la gloria y el modo de
vida de sus esclavos, porque ya nada volverá a ser como antes para
ninguno de los que hoy nos exponemos, pero tan cierto es esto como
que él caerá hecho un despojo de quirófano, un guiñapo de
víscera sobrante reducido a su verdadera dimensión, al fin.
Nos quedaría tal vez
nuestro amor por la Música, el dominio sobre la pieza seleccionada,
por los años de práctica, para guiarnos entre tinieblas. Pero esta
noche en que espero el final apoyado en el mástil de mi violín, me
embargan, junto con las notas ya interiorizadas, la vanidad intuida
del compositor, también sus pasiones, su cólera reconocida, los
extravíos que le atribuyeron, su generosidad proverbial, su nombre,
todo lo biográfico que habíamos conseguido abstraer hasta ahora de
la admiración profunda y laboriosa consagrada a su música; de tal
modo que ahora es selva tupida esta pieza ensayada, también. Así
que me dirijo a los demás poco antes de salir, haciendo que
concentren en mí los ojos que fijaban en las gradas. Compañeros,
les digo, amigos: vamos a salir ahí como extraños especímenes
recién capturados cuya evolución ha favorecido el desarrollo
prodigioso de un solo sentido en detrimento de todos los demás; por
más que hagamos, resignémonos ya, seremos vulnerables, indefensos y
torpes. La prueba a que nos someteremos en unos momentos será, para
nosotros especialmente, algo parecido a exponer a un compositor a la
curiosidad pública en el momento del trance, sabiendo que lo que
haga en esos mismos instantes, sin posibilidad de reconsideración o
enmienda, será lo que permanezca para siempre de él, inalterable
bajo la transparencia inclemente. Nos queda algo a favor, lo único:
ya no merece la pena preocuparnos, no hay nada más en qué pensar;
así que no estemos atentos a los demás ni al público, ni al
resultado y sus consecuencias. Concéntrese cada cual en su
instrumento y déjese llevar sin evaluar el momento, observemos los
movimientos de la batuta y mecánicamente obedezcamos su guía. Sobra
todo lo demás, incluso los sentimientos, múltiples y encontrados,
con que nos ha abrumado esta aventura.
Y así veo a mis
compañeros salir, uno detrás de otro, conservando al menos la
entereza. ¡Cuánto los vuelvo a admirar en un momento, a mis
queridos amigos, viéndolos colocarse a cada uno en su lugar! Yo
también me he sentado y oigo los aplausos iniciales como de muy
lejos, de un sueño, y así también, del mismo modo espectral, veo
erigirse ante mí la figura del director. Me he aferrado al violín y
procuro no pensar en lo que hago. Sigo adelante, como quien sigue la
senda señalada en un plano sin saber dónde lo llevará, sin
importarle si es erróneo o caduco el itinerario que contiene. No
reparo en los ruidos ni en el silencio. Apenas fui consciente, al
empezar, de voces lejanas más allá del escenario, de ruidos del
tráfico en las inmediaciones que el silencio del público permitía
captar. Luego dejé de oírlos, dejé de oír y de ver, en realidad,
cualquier cosa. Y así me sorprende atónito, en un momento, el gesto
del director, sonriente, animándome a levantarme, y con apremio
insistente, ¿qué habrá podido pasar?; sólo le obedezco por
imitación cuando veo que mis compañeros, indecisos, también se
levantan de sus sillas según son señalados y alentados por el de la
batuta. Al parecer, todo ha acabado. Hay un aplauso al que
corresponde nuestro director, con saludos reverentes; es un aplauso
que se prolonga y aumenta, quiere hacerse expresivo, una ovación
atronadora para la que mis oídos no están acostumbrados, pero que
me entibia los miembros y aligera mi circulación. Aparecen personas
en el escenario. Lena y Matilde agradecen los ramos de flores que
depositan en sus manos con una sonrisa alelada, recién salida del
pánico. Nos interrogamos con miradas discretas, apenas de soslayo;
los ojos de Matilde parecen recuperar el brillo afectuoso que le
había conocido. Lena, la dulce Lena, se concentra en el ramo y lo
huele, escondiendo la cara entre las flores. Los aplausos no han
cedido y el escenario es ocupado aún por más personas. Una especie
de comitiva agasaja al director. Hay flashes, voces, palabras de un
lado y de otro que tal vez sean preguntas o felicitaciones. Nosotros
permanecemos pasmados, arrimándonos unos a otros en tanto más nos
rodean. Las ideas se agolpan y apenas llegan a ser inicios de
preguntas en suspenso, antesalas del asombro: ¿qué efecto han
podido hacer estos días de cercanía, roces y emociones sobre lo que
ha ocurrido?; o por el contrario, ¿ha sido que a pesar de todo la
vieja disciplina se ha impuesto sobre este caos de desesperanza? Veo
a Marcel, a Klaus y a Arthur caminar con pasos lentos hacia donde nos
conducen, casi arrancándonos del estado de parálisis expectante en
el que nos hallamos, y animar tiernamente a Lena y a Matilde a
emprender la marcha. Aun provistos físicamente de todos los
sentidos, estamos como ciegos necesitados de guía, sumidos en una
cápsula de estupor. Es comprensible: hemos vadeado una odiosa
ciénaga a costa de anularnos. Yo, que vuelvo en mí por segundos y
paulatinamente, me hago a la realidad inesperada que me rodea, sigo
sin poder ver sino entre láminas de luz que se superponen y quiebran
todo lo que miro; aunque la situación ya adquiere nitidez y
consistencia real, aún no puedo ver al público que prolonga su
estruendo entusiasta, no del todo, aún no puedo verlo porque estoy llorando.