Reconocí tras la puerta la voz de Mónica. Después de tantos años, seguía siendo inconfundible el mismo timbre sonoro y cristalino con que ahora daba instrucciones para mi asesinato a dos matones. Les exponía un plan detallado al que no faltaban el cálculo ni la previsión. Abrí la puerta y entré, de nuevo magnetizado por la dulzura pertubadora con que pronunciaba mi nombre, aunque esta vez fuera para sentenciar mi final. Llegué a verla apenas los segundos que tardó en salir por la otra puerta de aquel salón, en cuyo suelo yacían los cuerpos de los dos sicarios inconscientes, abatidos por los efectos narcóticos de su irresistible voz. Mónica, al parecer, me había salvado la vida, perpetuando el vínculo de amor que no habían logrado disolver los años ni la distancia, ni las misiones con intereses opuestos que a cada uno nos encomienda nuestra organización. Pese a todo, no cedí a la tentación de seguir tras ella para comprobarlo.
viernes, 30 de noviembre de 2018
martes, 5 de junio de 2018
Kafkiano viene de Kafka
1
Don
Gedeón despertó sin poder recordar cómo era, de qué trataba,
aquel sueño que acababa de dejarle en el cuerpo un impreciso mal
presagio. Comprobó que la luz del día era ya plena a pesar de las
cortinas que aún permitían dormir a la mujer tendida a su lado.
Desde que apartó las sábanas para incorporarse se sintió
confusamente extraño y, al mismo tiempo, se le recrudeció el
regusto del mal sueño que había empezado a disiparse. Se esforzaba
de nuevo en retener al menos una pista de la pesadilla, algo que lo
ayudara a tirar de la aquella historia. Le parecía que iba
conseguirlo de un momento a otro pero apenas empezaba a adentrarse en
la madeja de un argumento o entrever el esbozo de un escenario,
enseguida se disolvían todos los intentos de reconstruir al menos
una frase, una fisonomía, un lugar. Tan sólo recuperaba de aquel
sueño brochazos sin forma de un amarillo chillón y un rojo de
sangre seca sobre bultos indescifrables.
Sentado
al borde de la cama, respiró hondo y se desperezó. Notó cierta
torpeza en sus movimientos y un tacto desacostumbrado en los dedos
cuando se masajeó el pelo para relajarse. Lo atribuyó a su
despertar agitado y se levantó de la cama. Se puso en pie con la
impresión de que su cabeza inesperadamente iba rumbo al techo, hasta
el punto de que se agachó para evitar darse un golpe en la
coronilla. Pasado el susto, se vio de pie al lado de la cama con su
estatura de siempre; no se lo explicaba. Atónito por unos segundos,
se encogió finalmente de hombros y alargó el brazo para abrir la
puerta del dormitorio. De inmediato vio cómo su brazo se extendía
más allá de donde él había pretendido, y al contraerlo de
inmediato también le pareció que lo hacía con una rapidez mayor
que la que él había aplicado al movimiento. Se le vino a la cabeza,
casi caprichosamente, la historia de un tipo que despertó con un
cuerpo diferente al suyo, una chifladura del cine o de los libros, no
podía recordar del todo, algo muy angustioso. Le habría gustado que
su compañera hubiera estado despierta para pedirle que lo observara
y le dijera si le notaba algo extraño, algo que él no notara, pero
tuvo en cuenta en seguida los turnos de noche de la mujer en la
centralita de un hotel, las horas que le imponían sin respeto a
contrato, y renunció a despertarla. Comprobó que su cuerpo se
ajustaba como siempre a las dimensiones del pijama, sin que su
persona lo desbordara, sin que se reventaran las costuras y sin que
brazos ni piernas sobresalieran de la prenda. Era otro dato
importante. Pero aun así, la impresión de que algo en él excedía
sus dimensiones, o tal vez sus impulsos o su coordinación corporal,
se afianzaba más por momentos. Hay que ver, pensó, lo que hace la
cabeza de uno, cualquiera diría que sigo dormido y soñando.
Abrió
la puerta para salir del dormitorio notando una leve inseguridad en
sus cortos pasos. Lo alarmó de repente el aleteo frenético con que
lo recibió el pájaro canario que se agitaba dentro de su jaula; el
animal intentaba volar como si quisiera escaparse dándose golpes
contra los barrotes de su pequeña prisión. Nunca había hecho
aquello. Gedeón temió que aquella reacción se debiera a su
presencia y caminó hacia una silla alejada de la jaula. Sentado, vio
cómo el canario desistía al fin de sus intentos de huida y cómo se
mantenía, vuelto hacia él, sobre un columpio de la jaula, con las
alas extendidas en señal de desafío. El pecho del pájaro bombeaba
como si fuera a estallar en cualquier momento. Gedeón se levantó
con cuidado y caminó hacia el baño rozando las pared opuesta a la
de la jaula, le preocupaba aquella respiración tan agitada y deseaba
que el pájaro recobrara la calma. Se le vino de nuevo a la cabeza el
tipo aquel que despertó con un cuerpo distinto al suyo, le pareció
recordar que una vez fuera de su habitación el personaje aquel,
cariñoso e inofensivo, infundía pánico y rechazo en sus seres
queridos. Era un libro, ahora estaba seguro, algo alejado de sus
gustos que seguramente le animaron a leer hacía mucho tiempo.
La
ducha caliente, habitualmente muy rápida, se prolongó como en
ninguna otra ninguna mañana. Gedeón no acertaba a mantener el
equilibrio acostumbrado remojándose, enjabonándose, secándose.
Parecía que sus miembros actuaran por su cuenta y le complicaban la
tarea de ducharse cuando, además, evitaba resbalar sobre el plato de
la ducha. La detención en la sala por el incidente con el pájaro y
la tardanza en acabar de ducharse le retrasaron sobre el tiempo
previsto para salir de casa puntualmente, camino al trabajo. Decidió
renunciar a afeitarse, así que salió del baño sin poder verse bien
sobre el espejo empañado por el vapor del agua caliente. Aún no
había podido observarse para buscar algo, alguna muestra aunque
fuera muy vaga, de un cambio, una rareza en él. Recorrió la sala
intentando no acercarse a la jaula. El canario había relajado su
respiración y su pequeño cuerpo no bombeaba de aquella manera
alarmante. En la habitación, intentó compensar con apresuramiento
su torpeza al vestirse. Lo hacía casi sin apartar la vista de la
mujer dormida que tanto atraía su mirada, la que por los turnos de
noche no lo acompañaba ya a los locales de baile donde habían
solido acudir.
2
Salió
de la casa con el calor de un café reciente en el estómago, sin
tomar nada más. Por no saber lo que en verdad le ocurría, renunció
a usar su coche aquella mañana. Aún así se acercó al vehículo
para mirarse en el espejo retrovisor, donde se vio pequeño y alejado
por el efecto de distorsión de la superficie convexa. El taxista que
lo llevó no pareció apreciar nada en el pasajero, y eso que Gedeón
estuvo atento por el rabillo del ojo a cualquier posible gesto de
asombro o de alarma por disimulado que fuera. Finalmente, aprovechó
que lo llevaban de un lado a otro de la ciudad sin que tuviera que
hacer nada sino dejarse trasladar y se relajó recostado en su
asiento. Quiso observar los detalles laterales de la carretera en las
que no solía detener la vista y recrearse en las nubes, los
edificios o las bocacalles que el taxi iba dejando atrás. Volvió
aquella impresión agorera del mal sueño pero esta vez no le prestó
la mínima atención. Le asaltó el recuerdo de los últimos momentos
en su casa, antes de salir a la calle, y recobró en su memoria un
cabello largo y ensortijado cubriendo casi del todo la mejilla de la
mujer dormida en su cama; de haber tenido él más tiempo y ella
menos cansancio, la habría despertado entre juegos, haciéndole
cosquillas en la nariz con las puntas de sus cabellos como ella solía
hacerle, así hasta que estornudara, y hubiera preparado el desayuno
para los dos. Todavía era temprano para telefonear pero se propuso
llamarla a media mañana para preguntarle, entre otras cosas, por el
estado del pájaro canario. Empezó a sentir un sueño tardío cuando
la luz cruda que lo despertó se empezaba a nublar y la brisa
adquiría una agradable frescura que le recorría los miembros a
través de la ventanilla del coche. Las nubes, de un tramo a otro del
recorrido, pasaban del añil al rosa o a un amarillo manzanilla. El
mal presagio del sueño se confundió al fin con las extraña
impresiones que había tenido sobre su cuerpo y con la reacción del
pájaro en su jaula. Unas repentinas gotas le hicieron incorporarse
en el asiento, reanudar el estado de vigilia, cerrar la ventanilla y
secar los cristales de sus gafas; se las colocó imaginando la
reacción del pájaro en la jaula multiplicada por la multitud de
personas con las que tendría que vérselas en su día a día y en
las repercusiones de esa temida excitación masiva. Cuando llegó a
su destino, el taxista tampoco dio esa vez señales de curiosidad o
asombro en el rápido vistazo que le dedicó para despedirlo pero
desde el taxi Gedeón vio que en el pavimento, en aquella calle
aledaña al colegio a donde llegaban los coches, se había formado un
gran charco debido a la lluvia o bien a los manguerazos del servicio
municipal de limpieza, al fin cristalino donde intentaría escrutar
su aspecto de arriba a abajo y despejar esas dudas sobre su cuerpo
que no había resuelto hasta ahora ni con los espejos ni con el
taxista, primer y único ser humano despierto con quien había tomado
contacto aquel día.
3
A
la izquierda de don Gedeón y frente al charco en plena crecida por
la lluvia, dos alumnas del centro educativo observaban la superficie
del agua intentando descubrir qué era lo que buscaba ahí el
profesor. A su derecha, un grupo heterogéneo de estudiantes lo
miraban con curiosidad esperando que respondiera a la pregunta que
uno de ellos le hacía: “¿Qué está mirando en el charco, profe,
se le ha caído algo?” Gedeón no respondía, imantado por la
superficie del charco donde las gotas que seguían cayendo generaban
ondas concéntricas sucesivas y donde un ligero viento erizaba la
superficie y le impedía obtener una visión nítida y estable de sus
propias trazas. También estaba ajeno a que, a su espalda, el alumno
de 6ºC Arnold Tanausú hacía amagos burlones de empujarlo hacia el
agua estancada. “¿Qué le pasa hoy, don Gedeón?”, oyó que le
preguntaba una voz conocida, “¿está montando una clase para estos
niños sobre el ecosistema de la charca, bajo la lluvia?”. Era doña
Basilia, que le hablaba sin detenerse y con la cabeza gacha para
proteger su cara de la lluvia, sin fijarse detenidamente en Gedeón y
más bien mirando al soslayo a los niños que lo rodeaban: “¡Andando
a ponerse a cubierto!”, les conminó, “que van a coger una
pulmonía y después vienen los papás reclamando!” Gedeón
abandonó resignado el intento de verse o de que lo miraran con la
debida atención y se encaminó al interior del colegio buscando
cobijo. ¡La sala de profesores!, pensó. Aunque llegaba muy ajustado
de tiempo, todavía podría, si se apresuraba, encontrar ahí a casi
todo el personal. Y alguien, se dijo, alguien al menos podría
revelarle alguna cosa o dar muestras de asombro si se le alargaban
los miembros o se le descontrolaban los movimientos como a un potro
acabado de nacer. Entró en la sala con pasos cortos y precavidos,
mirando a un lado y a otro a la espera del primer aspaviento, de la
primera pregunta pasmada o, directamente, de la desbandada gritona
que provocaría el pavor contagiado. Encontró a cada quien como
solía, previsible, ritual, ocupando el mismo asiento fijo que
parecía pertenecerle en propiedad y concentrado encarnizadamente en
el rol que repetía a diario sin variación alguna: quien era
gracioso hacía su gracia al coro fiel que se las coreaba siempre,
quien intrigaba por costumbre bajaba la voz para hablar a su círculo
de confianza invariable, y quien simplemente conversaba lo hacía
ocupando el mismo lugar de cada día, junto a las mismas personas.
Era algo que Gedeón sabía que sucedía en algunos colegios y en
otros no: que en los momentos de espera o descanso resultara todo el
mundo más inflexible y rutinario que en una reunión reglamentada.
Esto es kafkiano, se dijo, y de inmediato cayó en la cuenta de que
había solido usar de vez en cuando esa expresión sin haber pensado
nunca que kafkiano venía de Kafka, sin haber recordado que era ese
Kafka (Franz Kafka, ahora hacía memoria) quien había escrito
aquella historia del tipo que amaneció con un cuerpo monstruoso. La
leyó hacía muchos años por curiosidad, animado por lo que oía
decir a sus conocidos de las obras de aquel autor. Rememoró sin
pretenderlo la tristeza y la debilidad progresiva que llevaron a
aquel monstruo a la muerte y la triste serenidad con que la familia
finalmente, a consecuencia de su fallecimiento, planeaba la economía
doméstica para un futuro sin él. Se entristeció, temió por sí
mismo y cayó de nuevo en la desazón con que la enigmática
pesadilla de la noche anterior lo sorprendía en algún que otro
momento. Recorrió la sala y pasó entre los profesores como si él
fuera invisible y ellos casi figuras de cera, sin producir ninguna
reacción entre quienes seguían centrados en su respectivo
pasatiempo.
4
Esperaba
a los alumnos de su primera clase en la sala de Informática pensando
en que se avecinaba el gran momento, ineludible, en que sus posibles
mutaciones se hicieran manifiestas a los niños: ya no podrían pasar
desapercibidas en una sesión entera con un grupo; los que le habían
rodeado junto al charco lo vieron todo el rato quieto y con la cara
dirigida a la superficie del agua. Se preparaba para una escandalera
monumental que recorrería todo el centro y se contagiaría de un
aula a otra. Pensaba en la llegada de los bomberos, o del Samur, o de
la Policía. Y en los interrogatorios, los tests, las exploraciones
médicas, la prensa, las redes... Celebridad internacional, pensaba.
Celebridades él y Kafka, a quien sacarían a colación
relacionándolo con él y a quien dedicarían reediciones de su obra
más famosa. De momento, sin embargo, actuaría según lo
planificado: recordaría a los alumnos las instrucciones para acceder
a los ejercicios aritméticos virtuales que tanto les entretenían, y
después supervisaría el trabajo de cada uno mirando una pantalla
tras otra. Oyeron las instrucciones de don Gedeón mirando a los
ordenadores y no a él, deseando encender los aparatos e iniciar
cuanto antes sus primeras búsquedas. Tampoco ellos lo veían, no con
la mirada atenta.
Tal
como Gedeón esperaba, el orden inicial de la clase saltó hecho
trizas de inmediato: muchos de los aparatos estaban cochambrosos y
averiados y media clase le solicitaba ayuda al mismo tiempo. Hubo que
hacer parejas, como otras veces, para aprovechar los que funcionaban.
A eso había que añadir la necesidad impaciente de auxilio a quienes
no recordaban las claves ni la ruta a la página web. Tuvo la
impresión de que sus brazos iban a transformarse para llegar al
mismo tiempo a cada sitio donde lo reclamaban e hizo un esfuerzo,
innecesario o no, por contenerlos en sus normales dimensiones.
Cuando
estuvieron todos atendidos y orientados, se sentó para relajarse y
verlos trabajar desde atrás. Había vuelto la calma, o eso parecía.
No se había fijado hasta entonces en Arnold Tanausú, que
probablemente llevara desde el principio de la sesión con un
sombrero llamativo en la cabeza que no se podía tener en la clase.
Se sintió desganado para levantarse, ir hasta ese alumno y obligarle
a guardar aquello. Fue su brazo el que se disparó por su cuenta
hacia la cabeza del tal Arnold en lo que debieron ser nanosegundos;
le descubrió la cabeza, lanzó el sombrero por la ventana y regresó
a su posición y tamaño habituales en lo que Arnold Tanausú miraba
a un lado y a otro preguntándose qué podía haber ocurrido; el
alumno sólo notó que algo le rozaba la cabeza y ahora, despeinado,
no sabía dónde había parado su sombrero. Luego era verdad y tenía
razón el pájaro esta mañana, pensó Gedeón, debo asumirlo: soy un
monstruo, y de los que llaman endriago.
La
alumna Nereida María, en pareja con otra frente a un ordenador
nuevo, abría de cuando en cuando el cuaderno donde guardaba una foto
del joven actor Mario Casas y se embelesaba dándole vistazos
furtivos, desviando la vista de sus obligaciones. La mano de Gedeón,
a menos velocidad en esta incursión, llegó hasta la foto, la sacó
del cuaderno y la dejó apoyada en una mochilita junto al ordenador,
con Mario Casas presentando una actitud peleona muy sexi dirigida a
Nereida María. Cuando la niña vio la foto frente a ella, y a Mario
Casas mirándola así, puso inconscientemente la mano sobre el hombro
de su compañera sin decidirse a contarle nada todavía, y sin saber
si lo haría nunca.
La
relativa lentitud con que se alargó y se recogió el brazo de Gedeón
esta segunda vez, le permitió observar que su extremidad adquiría
otro tono de piel al expandirse, y se llenaba de rugosidades. Sus
manos se ensanchaban y al cerrarse formaban un puño desorbitado y
temible. También observó que todos esos cambios desaparecían
cuando su brazo regresaba velozmente a él. Debería estar
aterrorizado y fuera de sí, don Gedeón, pero inexplicablemente
permanecía sereno y, para mayor sorpresa, incluso divertido. Se
sentía ágil, poderoso y ligero de ánimos. Pensó en las ventajas
que aquellos desconcertantes poderes le reportarían junto con los
inevitables problemas, pensó incluso que a partir de ahora podría
atrapar con su propia mano cualquier DRON inesperado que apareciera
fisgando tras las ventanas.
viernes, 1 de junio de 2018
Nuevos micros
Se zampaba un buen guiso de callos tras cada visita al podólogo.
Me
he bajado una aplicación que hace de todo, la muy cochina.
La
luna aúlla a los lobos y ellos creen que les habla el viento de la
noche.
No
encontré lente con la que resistir el eclipse de tus ojos verdes.
Tengo
nif, pin, iban, ip... o ellos me tienen a mí.
Aquel acuerdo de paz que no ultimaban nunca tampoco les dejaba tiempo para reanudar las hostilidades.
viernes, 4 de mayo de 2018
BREVE NOVELA ROJINEGRA
En la presente asamblea de la Mancomunidad del Crimen todos lucen su nuevo armamento y hacen demostración de su potencial mortífero; todos menos yo, que he sido encargado de levantar acta y dar los turnos de pal...
sábado, 21 de abril de 2018
FANTASÍA OPUS 12
La anotación final, por supuesto, no
podía contener referencia alguna sobre aquella última visita, ya
que él se había apropiado del diario; en cambio, el último apunte expresaba la confesión de que su propietaria lo había dejado esta última vez bajo la tapa del piano a propósito, como punto final a una
pasión que empezó en agradecimiento hacia él por ser la
única persona de la que tenía ayuda y estímulo para seguir
interpretando la adorada música, sin que él lo supiera; pero fue
por su oído y su técnica unidos al afinar, y por la delicada
pericia con que trataba a su querido instrumento -con esmero
de amante entregado y conocedor- que ella lo fue interiorizando hasta
adorarlo despierta y en sueños, del embeleso a la exaltada ilusión,
sin importarle delatarse esperándolo ante el teclado con aquellas
notas de amor tan descaradamente reveladoras para quien supiera
escuchar... Y así año tras año, hasta acabar todo en desengañada
tristeza, dispuesta ella a no tocar el piano nunca más después de
la Fantasía Opus 12de Schumann con que lo aguardó por última vez
aquella mañana.
Las circunstancias no permitían excusa
profesional para visitar a doña Sole con la esperanza de que aún no fuera demasiado tarde. Tendría que volver a aquella
casa poniendo sobre la mesa todas las cartas de su sorpresa y su
interés recién nacido por ella. No era posible que acabara así la
historia con la mujer cuya atención por él había sobrevivido al
bigote, a la coleta, a los pantalones de pinza o a la cazadora de
leñador que envejeció decolorándose sin que a nadie –ni siquiera
a él mismo- le hubiera importado un pimiento.
Ilustración inicial: autor desconocido.
Ilustración inicial: autor desconocido.
Schumann: Fantasiestücke op 12 - Intérprete: Yeol Eum Son
EL SAURIO, EL TRADUCTOR Y LA BELLA

Para Juan Carlos de Sancho
miércoles, 18 de abril de 2018
LA CADUCIDAD DEL DOBLE
![]() |
.Para Isabel De La Llave Cadahia |
Nunca me revelaron en el periódico
cómo fueron localizados los tres dobles que suplantaron durante años
al general Isaac Rodrigo (jamás se mencionaba su segundo apellido),
el dictador recientemente depuesto por un golpe de su propio
ejército. Tan sólo podía saber que entre los miembros de nuestro
Consejo de Administración había alguna persona influyente, bien
relacionada con las élites políticas y financieras de ciertos
países, y capaz por tanto de localizar y reunir a aquellos
servidores ocultos del régimen derrocado. El redactor jefe tampoco
supo, o tampoco quiso decirme, cómo convencieron a los suplantadores
oficiosos para que se prestaran a coincidir en la larga entrevista a
tres que me estaba encargando. Le pregunté cómo podía asegurarme,
al menos, de las tres identidades.
-Ahí tendrás las manos libres para
averiguar lo que quieras, pero advierto que tendrás que
ingeniártelas -me advirtió el redactor jefe-. Son seres a los que
se les ha inventado una identidad nueva cuando han dejado de servir
como sustitutos, alejados de su país y con una nueva personalidad.
Y, además, durante el tiempo en que sirvieron al poder, los
servicios secretos escamotearon al mundo su identidad, por supuesto:
los mantuvieron desaparecidos del todo y recluidos quién sabe cómo
y dónde.
-¿Por qué son tres?- pregunté. El
redactor jefe levantó un momento la testuz y se quedó ensimismado
como a quien hacen de pronto reparar en lo que no había pensado, con
la vista fija en mi corbata nueva. Finalmente se encogió ligeramente
de hombros.
-Eso tendrás que averiguarlo tú en la
entrevista a tres -concluyó- aunque tal vez ni ellos conozcan el
motivo; esa respuesta correspondería darla a los oscuros
funcionarios que organizaban al dictador ese servicio tan sumamente
discreto. Para lo que sí te pueden servir los tres dobles (digo
“pueden”) es para describirte la vida que llevaban, cómo los
preparaban para hacerse pasar por Isaac Rodrigo y las ocasiones más
importantes en que tuvieron que hacerlo, o las más peligrosas. Es
posible también que sepan algo de la trastienda de la dictadura, en
ese sentido podrían ser un filón y deberías saber aprovecharlo con
morbo.
El redactor jefe añadió finalmente,
cuando yo ya cerraba la puerta detrás de mí: “Por supuesto, en tu
entrevista no habrá fotos si no consigues convencerlos; de momento
se niegan en redondo a salir de su exclusivo anonimato, pero
necesitamos esas imágenes...”. Le dirigí con los ojos una
resignada señal y me marché a la calle -era mi hora de salida-
aunque antes de irme a casa visité un acostumbrado parque para poder
pensar en el trabajo que me aguardaba. El día se había nublado de
repente y el sol avasallador, que se había enseñoreado de la
ciudad, cedió casi de repente a una luz indirecta que daba a todos
los colores una consistencia más definida y más civilizada.
'¿Cómo serían esos tres sujetos?',
pensaba sentado sobre un banco del parque cuando se me acercó una
niña que corría jugando sola sobre los parterres y se detuvo a unos
pasos frente a mí, con la mirada fija en mi corbata nueva; era una
corbata amarilla con deslumbrantes adornos falsamente mitológicos
que yo llevaba por cumplir con quien me la había regalado. Mientras
tanto, seguía pensando en los dobles: '¿Les habrían quedado los
gestos y maneras de cuando eran aclamados por la muchedumbre como al
verdadero general?'. Interrumpió mis cavilaciones una joven alta de
paso lento y acompasado que a mi altura dirigió la mirada un
instante, sin disimulo, a la corbata colorista que colgaba de mi
cuello; después siguió su camino ignorándome al ritmo de una
melena negra y brillante que ondeaba a su paso. Yo disipé la
impresión que me causó la chica y mi turbación por la corbata
volviendo a mis pensamientos sobre el gobernante derrocado y sus tres
dobles: '¿Se le parecerían tanto como gemelos?', me preguntaba. El
depuesto y huido Isaac Rodrigo -recordaba- tenía un aspecto muy
español: moreno, nariz aguileña, la frente elevada y estrecha, el
cabello negro peinado hacia atrás. Era alto, más espigado que
atlético, lo que compensaba con exageradas hombreras tanto en
uniformes militares como en atuendo civil. Su nombre y su apellido,
para mi enfado, recordaban a los músicos españoles Isaac Albéniz y
el maestro Rodrigo; me sentaba como una pedrada, que semejante tirano
se relacionara, aunque sólo fuera por el nombre, con esos dos
creadores de belleza.
Tan desconocida para mí como los
servidores del tirano era la mansión a la que me dirigí en el día
señalado para encontrarme con aquel trío de dobles que me esperaban
en ella. Estaba ubicada en una lejana e inaccesible zona residencial
que siempre había visto al pasar, desde la carretera. Ni tiempo tuve
para observar el edificio ni los huertos y jardines que lo rodeaban.
Un individuo empleado de la casa se encargó de dirigirme con
precipitación a la parte trasera del caserón; una vez allí abrió
una puerta que estaba cerrada con llave y me introdujo por lo que
parecía ser una entrada del servicio. Antes de penetrar en el
edificio recordé de pronto imágenes olvidadas y accidentales de
aquella zona muchos años atrás en excursiones casuales, cuando era
más agreste, con casas rústicas que daban a la carretera, con filas
de almendros y robles tras los muros, pero la premura de aquel hombre
me impidió asegurarme de mi repentino recuerdo. El tipo me condujo
por sucesivos pasillos iluminados por amplias lámparas que pendían
del techo hasta hacerme llegar a la sala donde aguardaban los tres
'exdobles'. Hecho esto, desapareció. Eché un vistazo a la sala. No
contaba con el mobiliario ni la decoración que correspondían con su
amplitud ni con la apariencia externa del edificio: apenas algún
cuadro con escenas de caza y, en medio de la pared más amplia, un
gran espejo con marco de madera tallado que tenía delante una mesa
tocador con patas de araña. No en el centro -que resultaba desierto
y desaprovechado-, sino en un ángulo extremo de la sala, en torno a
una mesa baja, había cuatro sillas, tres de las cuales estaban ya
ocupadas por los que con toda seguridad eran los antiguos dobles de
Isaac Rodrigo. Ni se levantaron ni respondieron al saludo que les
dirigí al mirarlos. Se limitaron a observar sin expresión
y así continuaron siguiéndome con la vista en mi camino hasta la
silla vacía, junto a ellos, lo que resultaba incómodo e
inquietante. Al escrutarlos de cerca, vi que no eran réplicas
exactas del depuesto general, y que sus rostros sólo revelaban un confuso
parecido físico con él. Uno de ellos había engordado
exageradamente, otro parecía mucho más joven que sus compañeros y
que el dictador, aunque lucía una avanzada calvicie, y otro, el
mejor vestido y peinado, sorprendía por un tinte capilar trigueño
del todo inesperado. Cada uno a su modo, eso sí, poseía un cierto
aire remoto de parentesco con el depuesto gobernante, hasta el punto
de que me pareció hallarme ante unos hermanos o unos primos
desconocidos del general Rodrigo en pleno encuentro familiar.
Reaccionaron con silencio unánime
cuando les pregunté sus nombres. No me respondieron y permanecieron
examinándome. Apenas se miraron entre ellos hasta que me vieron
desistir y bajar la cabeza hacia mi bloc de notas. Empecé a temer
que todo aquello fuera una pérdida de tiempo y ya me veía a mí
mismo dando explicaciones inseguras al redactor jefe de un miserable
resultado. Les pregunté también a los tres cómo empezaron su
antigua labor, cómo entraron al servicio del general precisamente
con el cometido de hacerse pasar por él. Volvieron a mirarse,
inseguros, pero, esta vez al menos con una leve señal de interés,
comunicándose con los ojos las dudas sobre una posible respuesta,
que se hizo esperar:
-Pues no sé -dijo el del pelo teñido-.
En mi aldea me decía siempre todo el mundo que me parecía mucho a
él, y hasta llegaban curiosos de otros lugares intentando verme y
comprobarlo. Un día aparecieron en un coche negro unos hombres que
trabajaban para el Estado y me dijeron que la Patria me necesitaba,
que yo podía rendirle un buen servicio. Así fue todo.
Los otros dos hicieron suya la
explicación asintiendo con la cabeza y confirmando con señales del
dedo índice hacia el que había hablado, pero no añadieron nada más
por su parte, dando a entender que su caso era idéntico al que se
había expuesto y no había más que hablar. “Eso mismo me pasó a
mí”, llegó a decir otro. “Sí, fue así”, corroboró el
tercero.
Tomé unas notas rápidas y les
pregunté enseguida por qué ellos eran más de uno, si acaso el
general necesitaba tener varios dobles disponibles. También les hice
esta pregunta a los tres indiscriminadamente, con la esperanza de que
al menos uno de ellos respondiera.
-Verá -se animó a contestar el
gordo-, igual que usted tiene que cambiar la foto en su cédula de
identidad, como todo el mundo, porque las personas con el tiempo
cambian, ¿no es cierto?, pues el general cambiaba su aspecto y su
doble también, pero cada uno a su manera, perdiendo el parecido que
tuvieron en su momento, ¿me explico?, y es entonces cuando había
que retirarlo y buscar a otro con parecido suficiente.
Como la vez anterior, los que habían
estado callados asintieron apenas con exclamaciones y gestos. A cada
pregunta, contestada o no, le seguía un silencio incómodo en el que
yo esperaba inútilmente alguna explicación suplementaria, alguna
ampliación de las escuetas revelaciones que me hacían. Para evitar
estas pérdidas de tiempo, con su incomodidad consiguiente, decidí
renunciar a preguntas concretas y proponerles en cambio que me
contaran sucesivamente, cada cual a su modo, lo que recordaran y
tuvieran a bien revelarme sobre sus experiencias durante aquel
servicio a la Patria: lo que vivieron, lo que vieron, lo que llegaron
a saber...
Otra vez se quedaron pensando y
cruzándose miradas. Reaccionó de pronto el más obeso poniendo como
condición que vaciara mis bolsillos y me dejara cachear; no querían
grabadoras ocultas ni cámaras de foto escondidas. Accedí y, de
inmediato, adoptaron los tres a un tiempo una actitud resolutiva y un
aire de autoridad marcial incontestable, a tono con el personaje que
habían representado casi toda su vida. El de apariencia juvenil se
levantó con rapidez, me ordenó ponerme en pie y me vació lo
bolsillos depositando sobre la mesa las llaves, la cartera, una
pequeña cámara de fotos, algunas monedas sueltas y la corbata de
falsos motivos mitológicos que yo, harto de ella, había decidido llevar oculta y enrollada en un bolsillo.
Al volver a sentarme vi cómo
inspeccionaba mi cámara el que iba mejor vestido de los tres y lucía
un tinte capilar trigueño, no sólo sometiéndola a inspección sino
valorando además la posible calidad y la tecnología del artefacto, con ademán de experto.
Acto seguido, los tres se pasaron sucesivamente mi corbata, que
parecían escudriñar en principio como si ésta contuviera un plano
secreto relativo a altos intereses de Estado; al momento rompieron a
compartir risitas y burlas más bien afables sobre aquel complemento
indumentario tan ostentoso que acababan de examinar, dirigiéndome
miradas de sorna desde sus rostros jocosos. Una vez relajados, y
antes de que yo pudiera esperarlo, abandonaron su envaramiento
castrense y se comportaron como viejos compadres.
Uno de ellos, el más obeso, se
desentendió la conversación con los otros dos, de las compartidas anécdotas de su país, de sus
lugares de origen, de sus respectivos recuerdos de clandestinidad de
lujo al servicio del tirano y de improviso se dirigió a mí, que
permanecía callado:
-Verá -me dijo-, como le hemos dicho
al principio, todo empieza un día en que aparecen por tu pobre
aldea, o por tu barrio, unos hombres muy serios, preguntan por tus
padres, se reúnen con ellos en el hogar y les proponen aceptar para
su hijo, “tan parecido a nuestro General,carajo”, un destino
seguro, bien remunerado, un cargo para toda la vida como servidor del
Estado...
A partir de ahí, según me fueron
relatando poco a poco entre los tres, habitaron las dependencias
siempre custodiadas y ocultas de viejos palacetes ruinosos, o de
recintos recónditos en cuarteles distantes o en viejas prisiones
militares habilitadas para oficinas del Ejército, por supuesto en
plantas inaccesible al público y al resto del personal, militar o
civil. Tenían garantizados los cuidados médicos, las vacaciones
vigiladas, las visitadoras sexuales, una jubilación y lo que con
cierta pompa llamaban “formación” sus guardianes: visionados de
la cantidad ingente y reiterativa, en filmaciones antiguas y
actuales, de las apariciones públicas del General con las que los
atiborraban una y otra vez.
Así le referí al redactor jefe cuando
le mostré mi trabajo. Llamé su atención sobre las iniciales con
las que podía citar a cada uno de los tres entrevistados en mis
notas, puesto que al fin me habían facilitado sus nombres y apellidos, así
como sobre las fotos a contraluz acentuado que me permitieron
sacar, en un cambio de actitud desde su desconfianza
inicial. No ahorré a mi jefe muchos detalles sobre lo siniestro e
incierto que había tenido el encargo de marras, ni de la prisa con
que abandoné aquella sala cuando finalmente cumplí con mi
obligación. Esto último pareció importarle un comino: me miraba
sonriente, interesado más bien por el tema del reportaje y
complacido por el resultado:
-Esto de mantener dobles en nómina –
dijo mi jefe-, y como una propiedad, es puro goce de poderío, un
lujo de megalómano como los que se permiten los delincuentes
adinerados que cubren de oro y obras de arte los baños donde mean y
se cepillan los dientes. Ahora -añadió-, gracias a los contactos
que han funcionado en este periódico, revelaremos un aspecto más de
esta buena pieza: ¡el tal Isaac Rodrigo..!
Costaba creerlo pero yo le había oído
bien: “Gracias a los contactos que han funcionado en este
periódico”.., había dicho. Ni una palabra de reconocimiento a mi
esfuerzo y mi mano izquierda, por lo menos. Yo miraba fijamente a mi
jefe dirigiéndole una mueca sarcástica, por ver si así reparaba en
su desconsiderada omisión. Pero sin resultado: no se daba por
aludido por más que le insistiera con mis gestos evidentes.
“Ordenaré que le reserven una página entera, con texto y fotos”,
dijo ufano como si él fuera el autor del reportaje. No me parecía
el hombre cauto que por costumbre soportaba el peso de la veteranía
con frialdad y descreimiento. Fue entonces cuando me decidí a
guardar mis notas y reservarme una última revelación inesperada,
algo que había decidido dejar al margen de mis informes hasta ese
momento, hasta poder valorarlo con calma:
Había un cuarto doble, el más
misterioso, según me habían revelado mis tres entrevistados, confirmándose
unos a otros aquella sorpresa final: se trataba por lo visto del suplantador más
reciente, una copia fiel del tirano en su edad actual, ahora que los
años lo habían convertido en un abuelito de su propio régimen.
“Pero en realidad aún no se le ha visto aunque muchos aseguran que
existe”, me decían. No era difícil sospechar que aquel doble no
visto, aquello tan vaporoso, era el propio Isaac Rodrigo, que
preparaba así su evasión...
Nunca lo supe. Nunca se publicó nada
favorable a esa hipótesis ni otras referidas a dobles, reales o
supuestos. Reviso ahora mis carpetas de entonces, cuando realicé aquel trabajo, cuando era un joven
reportero durante las caídas de las últimas tiranías bananeras, y
sólo veo una copia de aquella entrevista mía sobre el derrocamiento de Isaac Rodrigo, que se esfumó para el Mundo.
Encuentro también por sorpresa en una de estas carpetas viejas, sin
explicarme qué hacía en una de ellas, aquella corbata amarilla con
adornos chillones falsamente mitológicos.
sábado, 7 de abril de 2018
AJEDREZ PARA PRINCIPIANTES MADUROS (*)
El
Alfil derecho veneraba a su altanera Reina blanca; el Alfil
izquierdo, por el contrario, sucumbía al atractivo de la Reina
opuesta, la negra. Tanto el Alfil derecho como el izquierdo parecían
siempre impasibles, erguidos con gallardía sobre sus puestos, sin
dar ninguna muestra de sus tormentos interiores.
El
Alfil derecho se culpaba a sí mismo de aquella adoración tan servil
como insubordinada, ajena a la bravura de su oficio militar, y el
Alfil izquierdo juzgaba su atracción por la Reina enemiga una suerte
de deslealtad con los suyos.
Cada
uno de ellos creía que su secreto estaba bien protegido por su
silencio férreo y su rigidez inexpresiva sobre el tablero. Pero se
equivocaban los dos: la Reina blanca ya había sometido al dictamen
del Consejo de Palacio aquella atención tan inconveniente, aunque
disimulada, de su Alfil derecho; la Reina negra por su parte, cuando
no se indignaba, bajaba la cabeza conteniendo en los labios una
sonrisa vergonzosa por las ardientes miradas que desde lejos, más
allá de las filas enemigas, le lanzaba aquel caballero blanco.
Desde
las almenas de las Torres se observaban bien los sonrojos y las
muecas nerviosas de aquellas supuestas contiendas de amor y desdén;
en las columnas de la soldadesca abundaban entre los Peones rumores
que agigantaban o retorcían los hechos.
El
Alfil derecho y el Alfil izquierdo fueron desterrados por el Rey,
entregados estratégicamente a las intrigas y los intereses en liza
en el Palacio. Ni al uno ni al otro se les podía mencionar ni
incluir en las crónicas del Reino pese a sus servicios probados. Sólo
los juglares andariegos llevaban más allá de las fronteras los
cantos que delataban la eficacia de la ingratitud en contubernio con
el Poder, para memoria de los hombres y enseñanza de los siglos
(¿...o era al revés?).
(*) Para Juan Carlos de Sancho
(*) Para Juan Carlos de Sancho
miércoles, 28 de marzo de 2018
11 nuevos breves
Los microplásticos que digiero, provenientes del mar, son de primera calidad y cocinados por los mejores chefs.
Que rabien los envidiosos.
Adquirió un iglú en el Ártico pero el continente ya había desaparecido; ahora navega sobre un bloque de hielo en compañía de tres focas y una docena de pingüinos, en busca de los promotores y agentes inmobiliarios que tan eficazmente le estafaron.
Odiaba tanto el poder que se quemaba teniendo la sartén por el mango.
Por muy breve que fuera, aquel cruce de miradas no me cabe en un microrrelato.
TERRORES MUY FORMALES
Que rabien los envidiosos.
Adquirió un iglú en el Ártico pero el continente ya había desaparecido; ahora navega sobre un bloque de hielo en compañía de tres focas y una docena de pingüinos, en busca de los promotores y agentes inmobiliarios que tan eficazmente le estafaron.
Odiaba tanto el poder que se quemaba teniendo la sartén por el mango.
“¡Cada uno en su casa y Dios en la de todos!”, dijo la abuela primera. “Todos tenemos problemas”, añadió la abuela segunda, “y el que no los tiene sale a la calle a buscárselos”.
Las dos se dieron la razón con movimientos afirmativos de cabeza y se cogieron del brazo para dar el paseo e las tardes.
(Y quien no tenga abuela, que se aprenda el Refranero)
Por muy breve que fuera, aquel cruce de miradas no me cabe en un microrrelato.
TERRORES MUY FORMALES
De noche le espantaban aquellos telefonazos a tan altas horas: sus pesadillas, de paseo por la ciudad, le avisaban siempre de su vuelta a casa.
Pirateó por Internet los puntos del carnet por puntos, los puntos de las principales ligas deportivas y hasta los puntos de su operación de rodilla; lo intentó con dos de los cuatro puntos cardinales e incluso se bajó los 'punto en boca' necesarios para mantener todo eso en secreto, pero vivía temiendo que alguien, algún día, le pusiera los puntos sobre las íes...
EN
SEMANA SANTA
Me
asomé a ver el paso de la procesión del Ku Kux Klan. Portaban sobre
un trono a un Judas viviente que pendía de un patíbulo con su bolsa
de monedas. Éste me señaló con el dedo como al próximo reo de
aquel linchamiento litúrgico. Desde entonces me camuflo bajo odiosos
hábitos blancos y capuchas puntiagudas.
EL guía del museo se alarmó al comprobar que las caras de los visitantes se repetían ya tanto como sus explicaciones.
El elefante olisqueaba el jardín especialmente embriagado por el olor de las rosas, hasta que una abeja le demostró con su aguijón los peligros de la flora civilizada.
SELECCIÓN muy NATURAL
Las
olas que invadían las oquedades de aquel acantilado no arrastraban
los desechos que dejaban los bañistas... sino a los mismos bañistas.
DIETÉTICA FUTURISTA
Aquel
comensal presumía de estarse zampando un postre de cucarachas,
alimento del futuro. Le advertí que eran dátiles.
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